miércoles, febrero 25, 2009

El jardín

Rosa y José se conocieron por teléfono. Él trabajaba en una florería, el novio de Rosa le había querido dar una sorpresa el 14 de febrero y las había enviado a su trabajo. José tenía que asegurarse que se las entregarán, así que le llamó, le preguntó si las había recibido y le dijo que las habían dejado en recepción para que fuera por ellas.
Casi de manera inmediata se enamoró de su voz, esa noche soñó con ella, no la conocía pero la imaginó, la recreó, la nombro entre sueños aún cuando su esposa dormía a un lado.
Ella encontró algo de misterio en las dos llamadas que José le hizo sólo para verificar que las flores le hubieran llegado. A partir de ese día recibía cada día una flor distinta, todas magnificas y hermosas, una flor todos y cada uno de los días. Ella pensaba que su novio se los mandaba, hasta que un buen día José se armó de valor y le llamó para contarle que era él quien le había enviado todo un jardín sin que ella lo supiera.
Ella, sorprendida, no supo que decir en el momento, por eso quedaron de verse para platicar y tomar una cerveza. Ella fue con una amiga del trabajo, él hizo lo mismo. Apenas se vieron y supieron que no podrían olvidarse nunca.
Platicaron un poco, tomaron otro poco y después ella se fue. Le dio su número celular y así se mantuvieron en comunicación.
Él se separó, ella dejó a su novio. Fue cuando comenzaron a salir y su relación se volvió un tanto extraña. Ella tenía 20 años, él 40; ella era soltera ya, él era divorciado y con tres hijos; ella gustaba de whisky, él de ron; a ella le gustaba la noche, a él el día.
La primera vez que se besaron fue cerca de donde ella trabajaba, fue intenso, como era él, y escurridizo, como era ella. Para cuando hicieron el amor por primera vez los dos estaban más que perdidos en la mirada del otro. No podían dejar de verse, de hablarse, de pensarse, de sentirse.
Pero Rosa, como cualquier chica de su edad, un día aventó una piedra, le cayó a José y ella echó a correr. Huyó y él decidió alejarse también, quizá ambos por miedo a verse en una relación imposible, quizá porque ella había ocupado ese gran espacio que él veía en su cama y en su vida, quizá porque él había ocupado el corazón y el pensamiento de ella, quizá porque sabían que tarde o temprano vendría el juciio y una separación quizá más dolorosa.
Volvieron a escribirse pero nunca a verse, volvieron a hablarse pero nunca a verse, volvieron a enviarse flores y correos, pero nunca volvieron a verse. Cuando estuvieron juntos ambos iban con una masajista, una chica delgada, chaparrita, era amiga de ambos. José la conoció primero y después también se hizo amiga de Rosa.
Cuando se separaron siguieron frecuentándola, pero por separado.
Había veces que Rosa ya no quería ir verdaderamente, tenía que ir porque sus problemas de la espalda no le permitían trabajar bien y ella misma fue la que le dio terapia a su pierna cuando se fracturó por alcanzar un taxi.
Él también tenía que ir porque desde pequeño se había dislocado el brazo y no aguantaba una sola semana sin el masaje terapeútico.
Cada vez que comenzaba a desnudarse para el masaje Rosa pensaba que estaba en el mismo lugar donde José había estado, ocupaba el mismo espacio en diferente tiempo, pero ese era su lugar, su mundo mágico, ahí se reencontraban sin verse y Fátima, la masajista, era la encargada de mantener viva la relación, era ella misma quien tocaba a José que quien tocaba a Rosa, como si tomara la energía de uno, la guardara y la entregara al otro cuando llegara. Ella transportaba entre ellos la energía, el amor, el deseo y la nostalgia, era el único lugar donde podían estar y verse y sentirse aún sin que estuvieran.
Rosa dejó de ir cuando José se volvió a casar, dejó de hacerse ilusiones y también dejó de recibir flores.

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