miércoles, febrero 24, 2010

El internado

Fanny tenía alas hace algunos años, pero desde que sus papás la habían inscrito a la escuela sentía como si se las hubieran cortado o como si las tuviera amarradas, pegadas al cuerpo, para que no pudiera usarlas.
Hacía días, meses quizá, que tenía esa sensación de estar en un lugar al que no correspondía, como si estuviera en el infierno cuando su lugar era el cielo, o como si estuviera en la central de abastos cuando su lugar era la sierra. Intuía por donde estaba el problema pero no lo sabía a ciencia cierta, había pedido a su madre que la sacara de ahí pero sus progenitores no accedían y entonces ella comenzó a conformarse con estar donde estaba y ser lo que debía ser.
Antes de entrar ahí era una joven inquieta, incisiva con los maestros cuando daban sus lecciones, altanera con quien trataba de pisotearla, respetuosa de quienes hacían bien su trabajo y de quienes mostraban la capacidades que tenían. En su antiguo lugar de vida tenía libertad de movimiento, de pensamiento, de expresión.
Desde que la cambiaron dejó de hablar, de platicar, de sonreir y perdió el interés por todo, memorizaba las cosas en lugar de tratar de entenderlas, daba el avión en lugar de debatir, y miraba afuera, al cielo, miraba como si fuera un ave prisionera que quiere abrir sus alas y recorrer el mar, la playa, la ciudad...
Desde que había llegado a ese lugar aprendió muchas cosas que le sirvieron para su formación, pero con ellas también aprendió un estilo de estudio que le quitó su esencia, aprendió a obedecer, a buscar lo que sus profesores querían, a creer lo que ellos creyeran, a tener sólo una profesión de fe: la que ellos dijeran.
Era un sistema basado en críticas y reclamos, en hacer creer a los chicos que su dentadura es de plástico y que no puede morder. Ellos lo creían al instante, lo creían y lo acataban, buscaban la aprobación de los maestros para todo y esperaban con ansias que éstos dijeran que sus dientes estaban lo suficientemente afilados para encajarse en algún lugar.
Fanny era una joven que cursaba las post adolescencia, en su nueva escuela había logrado tener algunas complicidades, había hecho algunas amigas porque estaban en la misma situación que ella, porque se sentían igual, pero ya no quedaba casi nadie, unas se habían escapado, a otras sus padres les habían hecho caso y las sacaron, las que tuvieron mejor suerte fueron expulsadas y recibieron el reintegro de su colegiatura anticipada.
Su última cómplice se había ido sin verla y al enterarse no pudo evitar soltar unas lágrimas. Y mientras ellas estaban fuera, ella miraba desde lejos el horizonte, queriendo salir, pidiendo a gritos que la liberen, sientiendo que está en un lugar donde le están pidiendo ser como no es, hacer lo que no quiere, entregando sin retroalimentación y con lágrimas de frustración, de impotencia, de coraje.
Respiró profundo, había terminado la última clase del día y debía ir a su cuarto. Miró al cielo una vez más, rezó algunas súplicas, caminó hasta su cuarto y empacó sus cosas. Agarró valor y fue a hablar con la directora, quien rechazó por completo su salida, le dijo que encontraría ahí su verdadera formación y que podría, quizá, ser una de las alumnas con el mejor desarrollo académico y personal.
Supo que no valía la pena dialogar, salió del lugar y se fue a su cuarto. Por la noche regresó a la oficina, tomo un cerillo y lo acercó a la cortina para que empezara a arder.
Así se fue consumiendo la oficina, los maestros y directivos llegaron al lugar y la vieron al frente, mirando su fechoría, la regañaron, llamaron a los bomberos, le gritaron que estaba loca, que lo que estaba haciendo era una estupidez, que estaba destrozando su vida y que no sería nada fuera de ese lugar.
Finalmente la expulsaron y nunca pudieron entender que ella lo que quería era salir de ahí, ser libre de estudiar lo que quisiera, de tener amigos, de tener una vida, nunca entendieron que para ella lo único importante era salir de ese lugar para empezar su vida...

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