domingo, marzo 28, 2010

La vecindad...

Doña Martha vivió en un palacio enorme, con dos pisos, dos patios y una fuente al centro. A ella le tocó uno de los 16 cuartos del primer patio, cuando el palacio fue convertido en vecindad. Ahí nacieron sus hijos Esteban y Roberto; ahí vivió con su esposo, Juan; ahí conoció a su comadre Carmela.
Frente a la puerta del cuarto tenía una pequeña parrilla de dos quemadores sobre una mesa. En la parte de abajo tenía acomodadas las ollas, una mesa al lado derecho hacía escuadra y ponía a su disposición los platos, vasos, cucharas, especias y demás anexos para la cocina.
Al fondo, pegado al lado derecho, estaban los dormitorios. Un tapanco de madera soportaba las camas de sus dos hijos y ella dormía con su marido en el mismo espacio en la parte de abajo. Los muros de los cuartos eran de sábanas. Abajo de las camas estaban los zapatos y las chanclas y en huacales, a un lado de las camas, estaba la ropa limpia.
Casi junto a la puerta, que eran dos láminas encimadas,estaba la tina metálica con ropa sucia y regados por el piso los juguetes de sus hijos: una matraca, un balero, un trompo de madera y algunos coches. El siglo estaba próximo a acabarse, eran los últimos años del 1800 y la zona se había convertido en un centro comercial. Doña Martha debía levantarse cada mañana a las 5:00 horas, justo cuando el gallo cantaba ella abría los ojos.
Se ponía un chal, agarraba sus chanclas y las cubetas para recoger el agua. Cada mañana escuchaba los mismos sonidos, ecos del viento rondando ahí cerca, a veces le parecía que era en el zócalo que se ubicaba a unas calles de su casa, pero ya había ido a buscar el sonido y no había encontrado su fuente.
Se acordaba tanto de cuando Esteban juntaba sus manos y las ponía frente a su boca para hacer ruidos, le parecía que era eso, pero a veces los sonidos no sólo eran ecos, brisas, se convertían en gritos y gemidos, como cuando su compadre Artemio había llegado según que de África y que le contó que en el vacío del desierto llegaban a escuchar gritos de la gente que la arena se tragaba.
A ella siempre le pareció que aquello era puro cuento, que seguro ni había podido cruzar el charco, pero los sonidos eran bien parecidos. Cuando Doña Martha regresaba a su cuarto los niños ya debían estar despiertos y vestidos para irse a la escuela.
Les daba un cafecito de olla y un bolillo, lo mismo a su marido y los mandaba a estudiar, o a trabajar según fuera el caso. El día se pasaba volando, lavaba los trastesillos, iba a la fuente por más agua y platicaba con su comadre Carmela, esa que decía que su marido era polaco y que por eso no vivía con ella.
Se la pasaba todo el día escuchando una y otra vez aquella canción que se llamaba "Lo que pienso", lo único que su esposo le había dejado.

La mañana transcurría siempre con tranquilidad, pero un día, mientras charlaban, escucharon ruidos extraños, como si alguien estuviera buscando por todos lados algo que había perdido, como si aplastaran plásticos o, o tronaran un globo, era como si alguien aventara todo lo qeu tiene en sus muebles, como si tirara sus cosas para encontrar algo que olvidó dónde puso. Se quedaron calladas y después hubo un silencio insólito, alcanzaban a escuchar cómo el viento secaba la ropa. Trataron de caminar lentamente al cuarto más cercano, sigilosamente se movían, como si supieran que un tigre iba tras ellas, que estaba mirándolas como su presa. Hubo un momento en el que se sientieron parte de una tribu, su caminar hacia ruidos armónicos que parecían revelar un canto tribal, marcaban su propio paso, y al tiempo se escuchaban sonidos similares a las gotas de lluvia y al arrojo de las aves sobre ellas. No habían alcanzado a meterse cuando escucharon que abrían la puerta de algún cuarto, él sonido de láminas y acto seguido unos gritos saxofónicos. Doña Carmela cerró la boca de doña Martha, acalló sus gritos con su mano, le murmuro algo al oído y la me´tió al cuarto, la vecindad quedó en silencio. Nadie supo nunca qué fue lo que ocurrió, las dos comadres salieron cuando vieron por la rendija que quien quiera que haya hecho esos ruidos ya se había ido. Tomaron su ropa sucia y se pusieron a lavar, en eso estaban, tallando y tendiendo en los lazos que cruzaban el patio cuando Doña Jose puso aquella canción tan linda, era un son precioso en una versión que ninguna había escuchado: La Martiniana.

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